sábado, 4 de noviembre de 2017

VISTIENDO LO INVISIBLE

Quien dice que no existen las hadas, los elfos, los faunos y demás seres de la fantasia colectiva, posiblemente solo está mirando hacia afuera... 


Pero estos seres se manifiestan en nuestra realidad, quieren tejer un puente entre nuestro exterior y nuestro interior... y entonces, ellos toman forma por pocos segundos por medio de nustros sueños he inspiraciones que muchos exteriorizamos por medio del arte,  mas no hay que caer en el engaño de creer que ellos son solo eso, las imágenes tambien podrian ser una puerta, hacia lo interno de nosotros, muchos de estos seres moran allí y suelen manifestarse como imaginaciones, sueños y sentimientos. Todos tenemos nuestros compañeros invisibles, pero pocos les prestamos intención y tienen tantas cosas que decirnos, pero también es tan fácil malentenderlos del todo.

Vestimos lo invisible y lo misterioso por medio del arte, guiados por la inspiración, ¿y para qué?  para poder expresarlo, para poder liberar de dentro de nosotros todas esas cuestiones que están sin interpretar, que yacen dentro de nosotros con una forma hermosa pero incomprensible. Trabajamos nuestra psique para lograr darles la vestimenta apropiada para sacarlos a la conciencia de nuestra vida en vigilia. Como en aquel cuento de Anderssen que trataba sobre una niña que tenia 11 hermanos que habían sido transformados en cisnes por una bruja y que para volverlos humanos nuevamente, tiene que tejerles unos ropajes con ortigas y en el proceso debe estar callada si no sus hermanos quedarían condenados para siempre a ser Cisnes.
Así mismo hablar antes de terminar los ropajes, sería lo equivalente a sacar conclusiones antes de tiempo sobre lo que llevamos adentro, conclusiones apresuradas puede hacer que se formen dañinos prejuicios con los que encarcelaríamos a nuestra alma, a nuestro ser.

Y así como esta joven que tenía que hacer los trajes de ortiga para sus hermanos yendo al cementerio, es decir que tiene que ir a reflexionar sobre la muerte y sus ancestros y en ese proceso había sido espiada por los ayudantes del rey que al verla ir a esos lugares comenzaron a creer que ella debe ser bruja por frecuentar esos lugares sin comprender el verdadero motivo de sus andanzas; así mismo muchas veces nosotros nos vamos a ver en boca de todos, malentendidos por gente que no va a poder comprender nuestro proceder y nos juzgará en base a sus propios prejuicios, mas aun así como la joven del cuento hay que ser valientes y continuar develando nuestros propios misterios, hasta que todos vean cómo es que nuestros invisibles cisnes, cobran coherencia con nuestras creaciones.


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Los cisnes salvajes – Hans Christian Andersen


Hace muchísimos años vivía un rey que tenía once hijos y una hija llamada Elisa. Los hermanos se querían mucho y eran muy unidos. Aunque vivían en un hermoso castillo, jugaban y estudiaban como cualquier familia grande y feliz. Por desgracia, su madre había muerto poco después del nacimiento del último príncipe. Con el pasar del tiempo, el rey se repuso de la muerte de su amada esposa. Un día, conoció a una mujer muy atractiva de quien se enamoró. Sin sospechar que en realidad se trataba de una bruja, le propuso matrimonio.
“Ella me hará compañía y mis hijos tendrán de nuevo una madre”, pensó el rey. Sin embargo, el mismo día en que llegó al castillo, la nueva reina resolvió deshacerse de los jóvenes príncipes. La reina empezó a mentirle al rey para indisponerlo con sus hijos. Luego, un buen día, reunió a los príncipes a la entrada del castillo.
—¡Fuera de aquí! —gritó—.
No los quiero volver a ver nunca más.
Diciendo esto, levantó su capa hacia el cielo y los convirtió a todos en cisnes salvajes. Pero, como eran príncipes, cada uno llevaba una corona de oro en la cabeza. La malvada reina le dijo al monarca que los príncipes habían huido del castillo.
—Olvídate de esos ingratos —dijo. Luego, lo convenció de que Elisa necesitaba estar rodeada de otros chicos y mandó a la niña a vivir con una familia de campesinos.
Cuando Elisa cumplió quince años, el rey la mandó traer y la reina la recibió con una amabilidad fingida.
—Ven, preciosa —le dijo—. Debes prepararte para saludar a tu padre.
Mientras Elisa se preparaba para tomar el baño, la reina consiguió tres sapos, los besó y luego les ordenó:
—Tú te sentarás en la cabeza de Elisa y la volverás estúpida. Tú te pondrás cerca de su corazón y se lo endurecerás. Tú le saltarás a la cara y la volverás fea. Luego puso los sapos en el agua, que tomó un color repugnante. Sin embargo, la dulzura y la inocencia de Elisa rompieron el hechizo. Los sapos se convirtieron en amapolas y el agua se volvió cristalina. Al ver esto, la reina se llenó de ira. Le estregó barro en la cara a la muchacha y le enmarañó el cabello. Cuando Elisa se presentó ante el rey, la indignación de éste fue enorme.
—¡Esta no es mi hija! —exclamó el rey.
—¡Padre, soy yo, Elisa! —replicó la muchacha.
—Es una pordiosera que sólo quiere tu dinero —dijo la bruja.
—¡Llévensela! —ordenó el rey.
Con el corazón destrozado, Elisa se fue al bosque. Extrañaba a sus hermanos más que nunca y deseaba con toda su alma volver a verlos. Se sentó junto a un arroyo a lavarse la cara y a desenredarse el cabello. En ese momento, una vieja mujer se le acercó.
—¿Ha visto a once príncipes vagando por el mundo? —preguntó Elisa, esperanzada.
—No, mi querida niña, pero he visto once cisnes con coronas de oro en la cabeza —respondió la anciana—. Vienen a la orilla de aquel lago a la hora del crepúsculo.
Elisa se fue a la orilla del lago a esperar. Cuando el sol se ocultó, escuchó un batir de alas. En efecto, eran los once cisnes salvajes con sus once coronas de oro en la cabeza. Al principio, Elisa se asustó y se escondió detrás de una roca.Uno a uno, los cisnes se fueron posando en la orilla. Al tocar el suelo, recobraban su aspecto humano. Encantada, Elisa vio desde su escondite que los cisnes eran sus hermanos.
—¡Antonio, Sebastián! ¡Soy yo, Elisa! —gritó, mientras corría a abrazarlos.
Todos se reunieron en torno a ella, felices de estar de nuevo juntos, después de tanto tiempo. ¡Fue un instante glorioso! Los once príncipes le narraron a su hermana de qué manera la bruja perversa los había convertido en cisnes y Elisa, a su vez, les contó que a ella la había echado del castillo.
—De día somos cisnes y al atardecer volvemos a ser humanos —explicó Antonio, el mayor de los hermanos.
—Encontraré la manera de romper el hechizo —les aseguró Elisa.
Los hermanos encontraron un pedazo de lienzo lo suficientemente grande para llevar a Elisa en él. Al amanecer del día siguiente, la alzaron en vuelo con suavidad. Sebastián, el menor de todos, le daba bayas para comer. Cuando el sol empezó a ocultarse otra vez, llegaron a una cueva secreta, en un bosque apartado. Esa noche, Elisa soñó con un hada que volaba en una hoja.
—Podrás romper el hechizo si estás dispuesta a sufrir —susurró el hada—. Debes recoger ortigas y tejer once camisas con el lino que saques. Cuando las hayas terminado, deberás lanzárselas a tus hermanos para romper el hechizo. ¡Pero escucha bien! No puedes ni hablar ni reírte hasta no haber terminado.
—Eso no importa —respondió Elisa en sus sueños—. ¡Haré lo que sea necesario para salvar a mis hermanos!
Cuando Elisa se despertó esa mañana, sus hermanos ya se habían ido. En el suelo, junto a ella, había una pila de hojas de ortiga. Elisa se puso a trabajar de inmediato. Al regresar los príncipes a la cueva, encontraron a su hermana tejiendo una prenda bastante curiosa. Elisa tenía las manos llenas de heridas.
—¿Qué haces? —preguntó Sebastián. Pero su hermana no podía decir nada.
Sebastián no pudo evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas cuando se inclinó a mirar las manos de Elisa. Las lágrimas cayeron en sus dedos y las heridas desaparecieron inmediatamente. Ella le sonrió agradecida, pero no se atrevió a decir ni una sola palabra. Los hermanos observaron durante un rato. El asunto era muy misterioso, pero ellos sospecharon que algo mágico debía estar ocurriendo. A lo mejor, Elisa estaba tratando de salvarlos. Al otro día, cuando ya sus hermanos se habían ido, Elisa salió de la cueva.
“Haré mi trabajo a la sombra de aquel roble”, pensó. “Allá no me verán.”
Sin embargo, un grupo de cazadores la descubrió.
—¿Tú quien eres? —preguntó uno de ellos con voz áspera. Al no obtener respuesta, la levantó a la fuerza.
—Quietos —dijo una voz. Era un joven rey.
—¿Cómo te llamas? —preguntó amablemente el rey. Elisa se limitó a sacudir la cabeza y a sonreír.
—Ella vendrá conmigo —dijo el rey y ordenó a los cazadores retirarse.
De regreso en el castillo, el joven rey intentó hablarle a Elisa en diferentes idiomas, pero ella no hacía más que tejer. Aunque la muchacha no decía nada, su mirada dulce y su linda cara cautivaron el corazón del rey. Elisa vivía ahora rodeada de lujos, pero pasaba la mayor parte del tiempo tejiendo en silencio. El rey se sentaba junto a ella y era feliz en su compañía. Un día, decidió hablar con el arzobispo.
—Amo a esta dulce doncella —anunció—, y deseo casarme con ella.
—Su majestad no sabe nada sobre esta muchacha —replicó el arzobispo—. Bien podría ser una bruja. Ese tejido es bastante extraño. Sin embargo, el rey estaba decidido. Elisa escuchó en silencio la propuesta del rey y le apretó suavemente la mano. La boda tuvo lugar poco después. Elisa siguió tejiendo hasta que un día se le acabaron las ortigas. Una noche, se fue al cementerio a recoger más hojas. Aunque allí había tres brujas reunidas, Elisa no hizo caso y pensó sólo en las camisas de sus hermanos. El arzobispo, que la había seguido, se fue a alertar al rey:
—Le dije a su Majestad que su esposa tenía trato con las brujas —afirmó el arzobispo.
El rey queriendo comprobar tal acusación se fue al cementerio. Aterrado, vio a Elisa cerca de las brujas, en torno a una tumba.
—No lo puedo creer —dijo el rey, desconsolado—. Castígala, si eso es lo que debes hacer.
Elisa fue acusada de brujería.
—Esposa mía, te ruego que hables en tu defensa —suplicó el rey. Pero Elisa no podía más que mirarlo con ojos tristes.
Al otro día, la llevaron a la plaza para quemarla en la hoguera. Elisa seguía tejiendo y llevaba con ella las diez camisas para sus hermanos. La muchedumbre enfurecida gritaba:
—¡Quemen a la bruja!
De repente, en el cielo aparecieron once cisnes salvajes que descendieron hacia Elisa. Al verlos, ella les lanzó de inmediato las camisas. La gente se quedó atónita al ver que los cisnes se convertían en príncipes. Sebastián, quien recibió la undécima camisa con una manga sin terminar, tenía todavía un ala.
—¡Sálvenme! —gritó por fin Elisa—. ¡Soy inocente!
Rodeada de sus hermanos, Elisa se presentó ante el rey. Las lágrimas le rodaban por las mejillas a medida que iba relatando la historia de la madrastra, del encuentro con sus hermanos y el motivo de su silencio. El rey también lloró de felicidad y abrazó a su esposa con ternura. —Sólo alguien con un corazón tan bueno como el tuyo haría ese sacrificio —dijo el rey.
La multitud gritaba alborozada:
—¡Dios bendiga a la reina! Fue entonces cuando Elisa notó el ala de Sebastián.
—¡Tu brazo, mi pobre hermano! —dijo Elisa llorando.
—No llores —la consoló Sebastián—. Llevaré con orgullo esta ala de cisne como prueba de tu amor generoso e incondicional.

martes, 29 de noviembre de 2016

KOOMARA, EL MURRUGHACH

Hoy aprovecho para traerles un cuento celta, el cual transcurre a orillas del mar. 

Un Pescador llamado Jack Dogherty entablará amistad con un hombre pez que en la mitología celta es conocido por el nombre de murrughach o merrow.

Los Merrow son unas criaturas marinas con características semi-humanoides pertenecientes al folklore de Irlanda. 




Pirograbado
(Ilustración original de Alan Lee)
Al contrario de las sirenas y tritones, muchos de los merrows son caracterizados como seres de una apariencia que mezcla características del elemento acuático en su cuerpo (que ya de por si es mezcla de pez y humano). Estos elementos pueden ser desde algas que salen de las extremidades, pelo de color verde con musgo, he incluso incrustaciones de caracoles y conchas marinas en el cuerpo, muy al estilo de los tripulantes del holandés errante de la película "Los piratas del Caribe".


Estos personajes son considerados en Irlanda como seres no muy amigable hacia el ser humano, los cuales generan desconfianza por sus horribles apariencias y además por ser conocidos por traer desgracia a los seres humanos que osan acercárseles.

Otra característica que está presente en el cuento que les mostraré a continuación es el hecho de que muchos de estos seres cuentan en sus leyendas con ropajes especiales que les ayudan a trasladarse como por arte de magia hacia cualquier lugar del océano, ir en contra de la corriente es muy sencillo con estas prendas mágicas que muchos humanos codician por sus peculiares cualidades.


Este cuento es uno de mis favoritos por que narra un tema que según mi opinión es muy importante a nivel simbólico: La amistad, el deber y la fidelidad para con los antepasados. Jack en un momento determinado se verá obligado a elegir entre hacer el bien, a costa de desatar el enojo de su muy querido amigo marino... 

Bueno sin más preámbulos, les presento: 



KOOMARA, EL MURRUGHACH

Jack Dogherty vivía al pie de los acantilados de Ballyvaghan, en el condado de Clare, Irlanda. Jack, un pescador como lo habían sido su padre, su abuelo y diez generaciones anteriores, vivía, al igual que ellos, completamente solo con su mujer, y en el mismo lugar y la misma casa que habían habitado sus antepasados. La gente a menudo se preguntaba por qué la familia Dogherty era tan aficionada a vivir en condiciones tan inhóspitas, apartadas de la humanidad, entre rocas despedazadas, sin otra perspectiva que el inmenso pero siempre mutable océano. Lo que los demás no sabían era que ellos tenían muy buenos motivos para hacerlo.

El lugar era, por alguna razón desconocida, el único paraje costero de aquella comarca a donde nadie más se había atrevido a ir a vivir. En esa región, los pétreos acantilados formaban pequeñas bahías protegidas de las tempestades, donde una barca de escaso porte podía encontrar un excelente refugio contra los rigores del clima. Pues bien, en lo alto de la cala de Dunbeg Bay, sobre una saliente de rocas que se prolongaba hasta hundirse en el mar, los Dogherty habían asentado sólidamente su casa, y siempre que el Atlántico, tal como solía hacerlo con frecuencia en los duros inviernos del norte, desencadenaba violentamente su furia contra la costa, desde sus ventanas ellos podían observar los barcos que regresaban muy cargados de las Indias y que, al verse obligados por los vientos a pasar cerca de aquella costa, se destrozaban irremediablemente contra los traicioneros escollos semisumergidos.

Y entonces, las pacas de algodón y tabaco, las pipas de vino, los barriles de ron, los toneles de brandy y los cuñetes de encurtidos y aceitunas iban a parar ineludiblemente a la costa, por lo que Dunbeg Bay era para los Dogherty algo así como un pequeño feudo, con una provisión inagotable de alimentos y delicadezas gastronómicas que no muchos podían disfrutar por los alrededores.

Sin embargo, los Dogherty eran también caritativos y humanos con los marineros en desgracia; y ciertamente, fueron muchas las veces en que Jack sacó su pequeño bote, con riesgo de su propia vida, para ayudar a los ocupantes de algún navío que había naufragado. Pero cuando un barco se hacía pedazos y toda su tripulación se perdía, ¿quién podía culpar a Jack de recoger todo lo que encontrara?

—¿Y a quién perjudico yo con esto? —decía—. Por lo que al rey respecta, ¡que Dios lo lleve siempre de su mano!; todo el mundo sabe que ya es suficientemente rico sin necesidad de yo le entregue lo que recojo del mar.

Pero no piensen que Jack, a pesar de ser un ermitaño por su forma de vida, no era un hombre sociable y gentil; más aún, fue esa amabilidad y dulzura de su carácter, y no otra cosa, lo único que pudo convencer a Biddy Mahony de abandonar la cálida y confortable casa paterna, en la ciudad de Inis, en el condado de Limmerick, para ir a enterrarse entre las rocas, a tantas millas de distancia, con las focas y gaviotas como únicas "vecinas".

Sin embargo, Biddy sabía que Jack era el hombre perfecto para cualquier mujer que deseara vivir feliz y cómoda; porque, sin mencionar el pescado que él mismo pescaba, la casa de Jack, con todos aquellos "regalos del cielo" que llegaban a la bahía, estaba mejor abastecida que la mitad de todas las mansiones nobles de la región. Y ella sabía que había acertado en su elección, porque ninguna mujer podía comer, beber y dormir mejor que lo que ella lo hacía, ni mostrar una apariencia tan digna y saludable en los servicios dominicales de la iglesia, como la señora Dogherty.

Como puede suponerse, fueron muchas las escenas extrañas que Jack pudo contemplar; y muchos los sonidos insólitos que pudo escuchar a lo largo de aquella vida junto al acantilado, pero nunca se dejó intimidar por lo que percibía. Más aún, estaba tan lejos de tener miedo a las sirenas, murrughachs o cualquier otro de los "seres pequeños", que el más grande deseo de su corazón era, sin lugar a dudas, encontrarse con uno de ellos. Jack siempre había oído decir a su padre y a su abuelo que allí los había en cantidad y que, a pesar de ser tan grandes como los hombres y mucho más fuertes, los encuentros con los merrows, como los llamaban algunos, siempre traían aparejado algún beneficio. Para su descontento, Jack nunca había podido ver, ni siquiera vagamente, a los murrughachs deslizándose sobre la espuma de las olas, envueltos en sus vestidos de bruma, a pesar de que muchas veces los buscara con afán; ¿en cuántas ocasiones lo había regañado Biddy por pasarse el día entero en el mar y haber regresado sin siquiera un pez? ¡ Poco podía imaginarse la pobre Biddy tras qué clase de pez andaba realmente su Jack!

Para Jack resultaba extremadamente irritante que, aun viviendo en un lugar donde los murrughachs abundaban como las gaviotas, nunca hubiera podido ver ni siquiera la sombra de uno. Pero lo que más le molestaba, en realidad, era que tanto su padre como su abuelo los habían visto en incontables ocasiones, y hasta recordaba que, siendo todavía un niño, había oído cómo uno de sus ancestros, el primer Dogherty de la familia en asentarse junto a la bahía, había intimado tanto con un murrughach que, si no hubiese temido indignar al cura, seguramente lo habría adoptado como a un hijo más. Aunque Jack, a pesar de creer en casi todas las leyendas familiares, tenía una marcada propensión a dudar de ésta en particular.

Finalmente, la fortuna creyó que ya era hora de que Jack conociera aquello que su padre, su abuelo y tantos otros antepasados habían conocido y que a él le había sido negado aún. De modo que, un día que Jack se había alejado un poco más que de costumbre a lo largo de la costa, en dirección norte, al llegar a unos riscos más allá de los cuales pensaba echar sus redes, vio algo que, sin parecerse a nada que él hubiera visto anteriormente, se posaba sobre una roca que se encontraba algo apartada de la orilla. Por lo que pudo apreciar desde la distancia, su cuerpo era verde y, de no ser una cosa imposible, hubiera jurado que sostenía en la mano un sombrero de tres picos. Jack permaneció allí durante más de media hora, forzando la vista y maravillándose ante la visión, sin que aquel ser moviera una mano ni un pie en todo ese tiempo.

Al fin la paciencia de Jack se agotó, y éste lanzó un fuerte silbido, inmediatamente seguido por un grito de saludo, con lo que el murrughach, sobresaltado, se calzó el sombrero de tres picos y en un solo movimiento se arrojó de cabeza al agua.

Jack sintió que la excitación le corría por las venas como un ruego fatuo, y dirigió sus pasos hacia el risco en que había visto al ser; pero no logró percibir ningún rastro del misterioso y anfibio caballero del sombrero, por lo que, dando vueltas y más vueltas al asunto dentro de su cabeza, comenzó a creer que simplemente había estado soñando despierto.

Sin embargo, un día tormentoso en el que el mar golpeaba furiosamente contra los acantilados, impidiéndole salir a pescar, Jack Dogherty decidió ir a echar una ojeada a la que él llamaba ya roca del murrughach, pensando que hasta ese momento siempre había escogido días tranquilos y que, quizás, aquel ser podía preferir un clima más turbulento para sus andanzas. ¡Y cuál no sería su sorpresa al acercarse y ver a la extraña criatura haciendo piruetas encima de la roca, para luego sumergirse, subir otra vez de un salto y zambullirse nuevamente en el mar!

Jack no cabía en sí de la alegría; de allí en más, sólo tenía que escoger el tiempo apropiado (es decir, que fuera un día bien agitado), y podría ver al hombre del mar tantas veces como se le antojara. Todo esto, sin embargo, ya no le parecía suficiente, y se dijo a sí mismo:
—No puedo conformarme con sólo haberlo visto; tengo que lograr acercarme más a él —y desde ese momento sólo podía pensar en entrar en contacto con el murrughach, cosa que, finalmente, pudo lograr algún tiempo después.

Hasta que un día terriblemente borrascoso, mientras Jack se dirigía hacia el punto desde donde solía observar la roca del murrughach, la tormenta se desencadenó con tanta violencia que obligó a Jack a buscar abrigo en una de las numerosas cuevas existentes a lo largo de la costa; y allí, para su total deleite, encontró sentado en una roca a un ser de pelo verde, un único diente del mismo color, desmesuradamente largo, una insólita nariz roja y ojos pequeños y porcinos. Tenía cola de pez, las piernas y el torso cubiertos de escamas, y sus brazos eran cortos como aletas, con los dedos unidos por una membrana. No tenía ropas, pero sostenía el tricornio bajo su brazo y parecía estar sumido en una profunda meditación.

Reuniendo con gran esfuerzo todo su valor, ya que estaba algo más que asustado, Jack pensó: "Ahora o nunca"; se acercó al pensativo hombre-pez y, quitándose el sombrero, hizo uso de su mejor reverencia, al tiempo que decía:
—Para serviros, señor, en lo que gustéis mandar.
—Para servirte atentamente, Jack Dogherty—, contestó el murrughach.
—¡Creedme que me sorprende que conozcáis mi nombre, señor!—, exclamó Jack.
—¿Cómo no iba a conocer tu nombre, Jack Dogherty? ¡Yo conocía a tu abuelo Cougar mucho antes que se casara con Judy Regan, tu abuela, y lo mismo a tu bisabuelo y tu tatarabuelo! Sin embargo, debo decirte que al que más aprecié fue a tu abuelo; fue un hombre de gran valía, tanto durante su juventud como en la vejez; jamás encontré a nadie, en ningún lugar del mundo, ni antes ni después de su partida, que pudiera beber como él de una caracola de brandy. Espero, querido muchacho —dijo aquel viejo ser con un alegre centelleo en los ojos—, que seas un nieto merecedor de su herencia.
—No temáis por eso —bromeó Jack—, si mi madre me hubiera criado a base de brandy, ¡os aseguro que todavía sería un niño de pecho!
—Bien, me gusta oírte hablar como un hombre; tú y yo deberíamos conocernos más, aunque tan sólo sea por la memoria de tu abuelo. ¡Pero tu padre, Jack, era otra cosa! El no tenía cabeza.
—Estoy seguro —dijo Jack— de que, dado que vives debajo de estas aguas heladas, debes de tener necesidad de beber bastante para mantenerte caliente en un lugar tan húmedo, frío y cruel... Bueno, cuando un hombre bebe mucho, se dice que "ese cristiano toma como un pez"; pero ¿podría preguntarte de dónde es que sacan ustedes el licor?
—¿De dónde lo sacas tú, Jack? —dijo el murrughach, retorciéndose la nariz con sus dedos índice y pulgar.
—¡Caray! —exclamó Jack—, ya puedo imaginarme la respuesta; apuesto a que tienen una hermosa bodega allá abajo, donde lo guardan.
—Déjate de bodegas —dijo el murrughach, guiñando su ojo izquierdo en un gesto de complicidad.
—Estoy seguro —continuó Jack— de que debe de ser algo digno de verse, sin lugar a dudas.
—Puedes apostar a ello, Jack —dijo el murrughach—, y si vienes aquí a la misma hora, el próximo lunes, hablaremos algo más sobre este asunto.
El murrughach y Jack se despidieron como si se tratara de dos amigos de la infancia, y el lunes siguiente se volvieron a encontrar, y a Jack lo sorprendió ver esta vez que el murrughach llevaba dos sombreros, uno debajo de cada brazo.
—Perdona mi atrevimiento —dijo Jack—, pero, ¿por qué llevas dos sombreros? Dudo mucho que sea para regalarme uno de ellos, ¿o sí?
—No, no, Jack —dijo él—, no consigo estos sombreros tan fácilmente como para andar obsequiándolos a troche y moche; pero quiero que vengas a comer conmigo, y traje un sombrero de más para que bajes con él.
—¡Dios me ampare y me bendiga! —exclamó Jack, asombrado—. ¿Quieres que yo baje hasta los abismos de ese frío océano? ¡Pero si me asfixiaría y moriría a los pocos minutos de sumergirme! ¿Y entonces qué le pasaría y, sobre todo, que diría, la pobre de Biddy?
—¿Y a ti qué te importa lo que ella diga? ¿Quién puede preocuparse por los rezongos de una mujer? Tu abuelo nunca habría contestado de esa forma. Muchísimas veces se colocó este mismo sombrero sobre su cabeza y se zambulló sin hesitación detrás de mí; como tampoco fueron pocos los exquisitos banquetes y las caracolas llenas de brandy que él y yo degustamos juntos allí abajo, en las profundidades.
—¿Entonces es cierto?, ¿no será algún tipo de broma pesada? —preguntó Jack, algo avergonzado—. Bueno, de ser así, ¡se me caería la cara de vergüenza si no demostrara tener las mismas agallas y el coraje de mi abuelo! Así que allá voy; ¡y espero que no estés engañándome, porque voy a jugarme a todo o nada! —exclamó Jack.
—Creo que ahora estoy empezando a ver algo de tu abuelo en ti —dijo en tono socarrón el anciano murrughach—. Y ahora no perdamos más el tiempo, y haz lo que yo haga.
Abandonaron la cueva para adentrarse en el mar, nadando un trecho hasta llegar a una roca cubierta de algas. Jack tuvo que esforzarse para trepar hasta la cima, siguiendo los pasos del merrow. El lado posterior del islote era tan recto como el más perfecto de los muros, y por debajo, el mar era, a su vez, del azul oscuro que sólo tienen las grandes profundidades, a tal punto que Jack por poco desiste de su aventura.
—Ahora, Jack —dijo el murrughach—, simplemente, ponte el sombrero, aférrate de mi cola, procura mantener los ojos abiertos, y te aseguro que te gustará ver lo que verás si me sigues de cerca.
Y tan pronto como terminó de decir esto, la criatura se lanzó hacia las aguas, seguida por el valeroso Jack. Y así se sumergieron y sumergieron, cada vez a mayor profundidad, a tal punto que Jack creyó que nunca iban a detenerse. Muchas veces deseó estar en su casa, sentado con Biddy junto al fuego, pero pronto comprendió que de poco le serviría desear nada en ese momento, mientras se encontrase, por lo que parecía, a muchas millas bajo la superficie del océano Atlántico.
Todos los esfuerzos de Jack se concentraban en permanecer aferrado con desesperación a la cola del murrughach, a pesar de lo resbaladiza que era; y entonces, para su total sorpresa, salieron del agua y se encontraron sobre tierra firme, aunque sin haber abandonado el fondo mismo del mar. Cuando Jack miró a su alrededor, asombrado, se encontró frente a una hermosa casa techada con nacaradas ostras dispuestas a modo de tejas, y el murrughach giró sobre sus pies para dar a Jack la bienvenida.
Jack quiso agradecerle su recepción, pero las palabras no salieron de su boca, por un lado, por encontrarse atónito por la emoción y, por otro, por haber perdido el aliento debido a su odisea a través del mar. Miró a su alrededor, pero no pudo divisar a ningún otro ser viviente aparte de los cangrejos y las langostas que, en gran cantidad, se paseaban indiferentes a lo largo y lo ancho de la playa. Justo por encima de sus cabezas, estaba el mar, como un firmamento, y los peces se paseaban por él como los pájaros se pasean por el cielo.
—¿Por qué no dices palabra, hombre? —dijo el murrughach—. Cualquiera diría que no tenías ni la más mínima idea de que podría existir un refugio tan acogedor aquí, ¿eh? ¡Tampoco pareces asfixiado o ahogado, como temías! ¿O acaso estarás preocupado por Biddy?
—¿Eh? ¡Oh, no, no, qué va! —dijo Jack, haciendo una mueca de placer que dejaba ver sus dientes—; pero a cualquier persona del mundo de afuera que se le hubiera ocurrido siquiera decir que se podría ver algo semejante, la hubieran tratado de loca.
—Bueno, basta por ahora; ven conmigo y veamos qué exquisiteces han preparado para nosotros.
Jack estaba realmente hambriento, y su sorpresa no fue menor cuando por la chimenea vio dibujarse una delgada columna de humo, a modo de preámbulo para lo que esperaba adentro. Siguió al murrughach al interior de la casa, donde pudo ver una enorme y bien equipada cocina. No faltaban en ella un elegante aparador y una enorme cantidad de ollas y cacerolas, y Jack pudo ver a dos jóvenes murrughachs cocinando.
Siempre guiado por su anfitrión, Jack pasó de largo junto a ellos, y entró en el comedor, el cual, en contraste con la estancia anterior, estaba muy pobremente amueblado. El salón era bastante amplio, pero no había en él mesas ni sillas para sentarse, sino tan sólo algunos troncos y tablones de madera. Sin embargo, para regocijo de Jack, había un buen fuego ardiendo en el hogar.
—Ven, Jack, tengo que enseñarte el lugar en donde guardo tú ya sabes qué —dijo el murrughach dirigiendo una mirada cómplice a su huésped, mientras abría una pequeña puerta y descubría una increíble bodega, llena de barriles, cuñetes y toneles.
—¿Qué te parece, Jack Dogherty? ¿Eh? ¿Acaso sigues creyendo que no se puede vivir confortablemente debajo del agua?
—Nunca lo puse en duda —dijo Jack con un chasquido de labios cómplice, señal de que estaba realmente convencido de lo que decía.
Volvieron al comedor justo a tiempo para encontrar la comida servida. No había mantel alguno, lo cual era de esperarse, pero ¿realmente importaba? Ni siquiera Jack tenía uno en la mesa siempre. La comida no habría desacreditado a la mejor casa del país de Erín después de un día de ayuno de Cuaresma. La mesa era un completísimo muestrario de lo más selecto que el mar puede entregar: róbalos, esturiones, langostas, lenguados, ostras y unas veinte especies más, junto al más fino surtido existente de licores extranjeros, ya que los vinos, según explicó más tarde el merrow, eran demasiado livianos para su gusto.
Jack comió y bebió hasta el hartazgo, y entonces, al tiempo que tomaba una caracola de brandy, dijo:
—A tu salud, señor; aunque, si perdonas mi impertinencia, es algo inapropiado que, en lo que llevamos tratándonos, aún no conozca tu nombre.
—¿Sabes, Jack? Creo que tienes razón —respondió él—, no me había acordado de ello antes, pero siempre es mejor tarde que nunca ¿verdad? Mi nombre es Koomara.
—Y un hermoso nombre es, sin lugar a dudas —dijo Jack, al tiempo que tomaba otra caracola—. A tu salud, entonces, Koomara. ¡y que vivas los próximos cincuenta años!
—¡Cincuenta años! —repitió Koomara—. ¡Desde luego que te lo agradezco! Si hubieras dicho quinientos, sin embargo, habría sido algo que valdría más la pena.
—¡Por todos los cielos! —exclamó asombrado Jack—. ¡Por lo que veo, alcanzan unas edades increíbles aquí debajo de las aguas! Tú conociste a mi abuelo, que ha estado muerto desde hace ya más de sesenta años. Este debe de ser un lugar muy saludable para vivir, sin lugar a dudas.
—En efecto, así es; pero, ánimo, Jack, no dejes que ese delicioso licor se te avinagre.
Vaciaron caracola tras caracola, y para su total sorpresa, Jack observó que en ningún momento la bebida se le subía a la cabeza, debido, según supuso, al hecho de encontrarse por debajo del mar, lo que mantenía su mente despejada.
El viejo Koomara, por el contrario, se sintió bastante alegre y entonó algunas canciones, pero Jack, aunque su vida hubiera dependido de ello, nunca fue capaz de recordar más que esto:

—¡Rum fun boodle boo,
Ripple dipple nitty dob;
Dumdoo doodle coo,
Raffle taffle chittiboo!

Ese era el estribillo de tan sólo una de ellas; y, a decir verdad, nadie rué capaz de encontrarle sentido alguno; aunque éste, seguramente, es el caso de la mayoría de las canciones de hoy en día.
En un momento dado, el anfitrión le dijo a Jack:
—Ahora, mi querido amigo, si me concedes el honor de seguirme, te mostraré mis "curiosidades".
Abrió una pequeña puerta y condujo a Jack hacia el interior de una gran cámara, en donde pudo ver una gran cantidad de curiosidades y objetos varios que Koomara había ido recogiendo durante sus numerosas expediciones. Sin embargo, lo que más llamó la atención de Jack fueron unas cosas parecidas a tarros de langostas, que yacían en el suelo, alineadas a lo largo de la pared.
—¿Y, Jack, ¿qué te parecen mis "curiosidades"? —dijo el viejo Koomara.
—Por Dios, señor —dijo Jack—, en verdad que vale la pena verlas; pero, ¿me permitirías la osadía de preguntarte qué son esas cosas que parecen tarros de langostas?
—¡Ah!, te refieres a mis "jaulas de almas", ¿no?
—¿Las qué?
—Esas cosas en donde guardo las almas.
—¿Qué almas? —dijo Jack que no podía terminar de creer lo que acababa de oír—. ¿Es que acaso los peces tienen almas?
—¡Oh, no! —contestó Koomara, con un dejo de indiferencia en la voz—; de eso no tienen; éstas son las almas de marineros ahogados.
—¡Que el señor nos proteja de todo mal! —murmuró Jack, absolutamente sorprendido—. ¿Cómo demonios las has conseguido?
—A decir verdad, es bastante fácil; tan sólo tengo que esperar a que se avecina una tormenta, colocar un par de docenas de ellas por aquí y allá, y entonces, cuando los pobres marineros mueren ahogados y sus almas abandonan sus cuerpos y se encuentran bajo las aguas, al no estar acostumbradas al frío y ser tan frágiles, corren también un gran riesgo de morirse; así que se meten en mis jaulas para buscar cobijo, y como ahí dentro están tan cómodas y calentitas, entonces yo las traigo aquí a casa, donde ellas tienen un excelente refugio ¿A ellas no les parecería así?

Jack estaba completamente pasmado, al punto de no saber qué decir, por lo que no dijo absolutamente nada. Volvieron al comedor y bebieron más del excelente brandy, y luego, debido a que Jack presentía que estaba empezando a hacerse tarde y que Biddy podría comenzar a inquietarse, se levantó y expresó sus deseos de volver a tierra firme.

—Como desees, Jack —le dijo Koomara —; pero bebe un último trago antes de partir; te ayudará con tu fría travesía.
Debido a sus buenas maneras, a Jack le era imposible rechazar aquel último vaso de despedida.
—Me pregunto —comentó— si podré recordar el camino de vuelta a mi casa.
—No debes preocuparte por ello —replicó su anfitrión—, ya que yo te mostraré el camino.
Salieron de la casa, y Koomara tomó uno de aquellos extraños sombreros, poniéndolo en la cabeza de Jack, pero con los picos apuntando en dirección contraria a la vez anterior, para luego elevarlo por sobre sus hombros, tirando de él en dirección de las aguas.
—Pronto —dijo, al mismo tiempo que le daba impulso— vas a aparecer exactamente en el mismo lugar en el que nos sumergimos; ah, y no te olvides de devolverme el sombrero; recuerda que son costosos —dijo Koomara en tono de broma.
Al tiempo que decía esto, se separó de Jack con una leve inclinación, causando que éste saliera disparado a través de las aguas, a modo de burbuja, hasta que finalmente llegó a la piedra desde la cual habían saltado; allí se sacó el sombrero y lo arrojó al agua, donde se hundió como si de una pesada piedra se tratase.

Jack arribó justo a tiempo para ver una hermosa puesta de sol en la apacible tarde de verano. En poco tiempo se podría ver en aquel bello cielo a Feascor mientras titilara vagamente en el firmamento sin una sola nube, como la solitaria estrella que era. También se podrían ver las olas del Atlántico mientras reflejaran la luz de las estrellas, brillando como una inundación dorada.

En ese momento, Jack se dio cuenta de qué tan tarde era y emprendió el viaje de vuelta a su casa; pero no contó ni una palabra a Biddy de cómo ni dónde había pasado el día.
Aquellas pobres almas, encerradas en tarros para langostas, eran motivo más que suficiente de preocupación para Jack, que pasó largo rato pensando en algún plan para liberarlas. Lo primero que le vino a la mente era hablar del asunto con el cura, pero ¿qué podría hacer el cura?, ¿qué le podría importar a Koomara lo que dijera o hiciera el cura? Aparte de eso, parecía un buen tipo, a quien no se le ocurría pensar que estuviera haciendo algún daño. También Jack pensó en sí mismo, y no consideró bueno para su reputación que la gente anduviera diciendo por ahí que él andaba comiendo con murrughachs. Finalmente ideó un plan: invitaría a Koomara a comer, devolviendo su invitación, y, si es que eso era posible, lo emborracharía para apoderarse de su sombrero y dirigirse hacia el fondo del océano para auxiliar a esas pobres almas. Pero, por sobre todo, era absolutamente necesario mantener alejada a Biddy de todo aquello, porque ella, al fin y al cabo, era una mujer, y Jack era lo bastante prudente como para mantener el asunto en secreto incluso ante ella.

Siguiendo cuidadosamente su plan y en un rapto de piedad, Jack le comentó a Biddy que él había pensado que sería bueno para sus almas que ella realizara su visita anual al pozo de Saint John, en las cercanías de Inis. Afortunadamente, Biddy pensó lo mismo, y una mañana partió, no antes de dar a Jack estrictas instrucciones sobre la vigilancia de la casa. Por fin, sin "ningún moro en la costa", Jack se dirigió hacia la roca para llamar a Koomara con la señal que habían prefijado: Jack debía lanzar una piedra de gran tamaño al agua. Inmediatamente después de hacerlo, apareció Koomara, que saludó a Jack —¡Hola, Jack! ¿en qué te puedo ayudar?

—En nada de lo que haya que hablar mucho, en realidad —contestó éste—; tan sólo venía a ver si querrías comer conmigo, ya que aún te debo la invitación.
—A decir verdad es una proposición agradable, Jack, te lo garantizo. ¿A qué hora te parece bien?
—A la hora que te sea más conveniente. Digamos... ¿qué tal a la una? Si vienes a esa hora luego puedes regresar a tu casa con la luz del día.
—Allí estaré, no te preocupes —dijo Koomara y volvió a sumergirse.
Jack volvió a su casa para preparar una substanciosa comida a base de pescados e hizo buen uso de sus mejores licores extranjeros. A decir verdad, era cantidad suficiente de alcohol para emborrachar a veinte hombres. Puntualmente a la una, apareció Koomara con su clásico sombrero de tres picos debajo del brazo. La comida ya estaba servida, por lo que se sentaron a la mesa para disfrutarla. Bebieron y comieron en abundancia, y Jack, pensando en esas pobres almas encerradas allí abajo, no escatimó brandy, mientras animaba a Koomara a cantar, esperando el momento en que éste cayera dormido al suelo. Lo que el pobre Jack había olvidado era que en esta ocasión no se encontraban bajo las aguas, con lo que el brandy se le subió a la cabeza y le hizo efecto; entonces Koomara se retiró, dejando a su anfitrión durmiendo como un bebito.
Jack despertó a la mañana siguiente, sintiéndose inmensamente triste.
—No tiene sentido intentar emborrachar a ese viejo jaranero —se dijo Jack—. Entonces, ¿como haré para liberar a esas pobres almas de sus jaulas?
Finalmente, luego de haber estado pensando todo el día, una idea le vino a la cabeza.
—¡Lo tengo! —se dijo mientras se golpeaba la rodilla, en un gesto de satisfacción—. Estoy seguro de que Koomara, por más viejo que sea, nunca ha probado ni una gota de pateen. ¡Eso sí que lo va a dejar fuera de combate! Por lo tanto, mejor aprovecho mañana mismo, antes de que Biddy regrese a casa, y le hago otra propuesta.

Jack volvió a invitar a Koomara, y éste se rió de lo cabezadura que era aquél, al mismo tiempo que le decía que nunca llegaría a igualar a su abuelo en lo que a beber se trataba.
—Al menos, dame otra oportunidad —pidió Jack—, ¡así podré ver cómo te emborrachas, y luego te recuperas, tan sólo para volver a emborracharte!
—Eso lo veremos, mi querido Jack —dijo Koomara, a modo de despedida.
En esta ocasión, Jack se cuidó de guardar su propio licor mientras daba al murrughach el brandy más fuerte que tenía, para finalmente preguntarle:
—Koo, ¿has probado alguna vez el pateen, el auténtico rocío de montaña?
—No —contestó éste, sorprendido—. ¿Qué es eso y de dónde viene?
—Oh, lo siento, eso es un secreto —dijo Jack—, pero es el mejor licor de su género. Si no es veinte veces mejor que el ron o el brandy, puedes dejar de creerme de ahora en más. El hermano de Biddy acaba de enviarme unas cuantas gotas a cambio de un poco de brandy, y corno tú eres un viejo amigo de la familia, he decidido guardarlo para esta ocasión.
—Bien, entonces veamos de qué es capaz eso —dijo Koomara con un brillo en sus ojos.
El pateen era de los mejores y tenía el deje apropiado. A Koomara le encantó, a tal punto que bebió y cantó "Rum bum boodleboo" una y otra vez, rió y dio vueltas hasta que finalmente cayó dormido como una piedra. En ese momento Jack, que se había preocupado por mantenerse sobrio, tomó "prestado" el sombrero de aquél, fue hacia la roca y se arrojó, y pronto estuvo en la morada del murrughach.

Todo estaba rodeado de la más absoluta de las tranquilidades; no había ningún otro murrughach a la vista, ni joven ni viejo. Entró sigilosamente y buscó los tarros hasta encontrarlos. Una vez allí, los dio vuelta, pero no pudo ver nada, tan sólo pudo oír un suave silbido o gorjeo cada vez que levantaba uno de ellos. Jack estaba extremadamente sorprendido, pero recordó que una vez el cura le había dicho que ningún ser vivo podía ver el alma, algo así como lo que pasaba con el aire o el viento. Luego de hacer todo lo que pudo por ellas, colocó los tarros de vuelta en su posición original, y elevó una plegaria para que esas pobres almas llegaran lo más pronto posible a donde quiera que vayan las almas.

Hecho esto, Jack se calzó el sombrero como correspondía esta vez, o sea, con los picos invertidos, pero cuando salió, se dio cuenta de que el agua estaba muy por encima de su cabeza como para llegar saltando, y ahora no tenía a Koomara para darle el empujón, por lo que se puso a buscar a ver si hallaba una escalera, pero no halló ninguna, ni tampoco alguna roca que le pudiera facilitar su tarea. Por fin divisó un sitio donde el mar "colgaba" un poco más bajo de lo habitual, y decidió probar suerte en aquel lugar. Una vez allí, vio un bacalao que se paró justo al lado de él. Jack le tomó la cola de un salto, por lo que el pez, asustado, dio un tirón e impulsó a aquél hacia arriba.

En el preciso instante en el que el sombrero tocó el agua, Jack salió disparado hacia arriba como un corcho de botella, arrastrando detrás de él al pobre bacalao, ya que había olvidado soltarlo. Llegó a la roca en cuestión de segundos, y salió de prisa hacia la casa, feliz por el bien que había hecho.

En ese mismo momento, otra serie de sucesos se desataban en la casa de Jack, debido a que ni bien éste había marchado a cumplir con su misión de liberar a las almas, Biddy estaba regresando al hogar, en el pozo. Cuando llegó, entró en la casa y, viendo el desorden, exclamó:

—Parece que voy a tener bastante trabajo por aquí. ¡Ese canalla de Jack! ¿quién me mandaría a casarme con él? Seguro que, mientras yo estaba rezando por su alma, él trajo alguno de sus amigos borrachos y han estado bebiéndose todo el pateen que mi hermano le regaló y todos los otros licores que había en la casa.
En ese momento Biddy bajó la cabeza y vio al dormido Koomara tendido en el suelo.
—¡Que la Virgen Bendita me proteja! —gritó aterrorizada—. ¡Finalmente acabó por convertirse en una bestia! No sería la primera vez que a alguien le pasa luego de beber tanto. ¡Oh, Jack, cariño!, ¿qué voy a hacer contigo? y para peor, ¿qué haría sin ti? ¿Cómo podría una mujer decente como yo vivir con una bestia?
Lamentándose, Biddy salió corriendo de la casa, sin saber a dónde ir, cuando oyó la conocida voz de Jack canturreando una alegre tonada. Asombrada y feliz ya que su marido estaba sano y salvo, y no convertido en una bestia, fue a su encuentro. En ese momento, Jack se vio obligado a contarle todo, y Biddy, aunque enfadada por haber sido engañada, aceptó de buenas ganas el bien que él había hecho por esas almas.

Luego de la pequeña charla, volvieron a la casa y Jack despertó a Koomara; al ver que éste se encontraba algo deprimido, le dijo que no se preocupara, que el pateen había hecho estragos en los hombres mejor preparados, y que todo se debía a su falta de conocimiento de la bebida; y le recetó que, a modo de medicina, se comiera un pelo de un perro que lo mordiera. El murrughach, sin embargo, consideró que ya había tenido bastante. Se levantó algo tambaleante, y sin siquiera saludar a su anfitrión ni a su esposa, se retiró con la esperanza de poder refrescarse con un viajecito por el agua salada.

Koomara nunca echó de menos las almas. El y Jack continuaron siendo los mejores amigos del mundo, y nadie, jamás, pudo superar a Jack en su liberación de almas del purgatorio; ya que con el tiempo se había armado de una serie de excusas para ir a la casa bajo el mar, sin que su amigo se enterase, y liberarlas abriendo las "jaulas". Le intrigaba el hecho de no poder verlas nunca, pero como ya sabía que eso era imposible, se resignaba de ese modo.

La relación de Koomara y Jack se prolongó por algunos años, hasta el día en que Jack fue a las orillas del mar a dar la señal como de costumbre y no recibir ninguna contestación. Después de lanzar otra piedra, y otra, y otra, continuó sin obtener respuesta, y regresó a su casa. A la mañana siguiente volvió al punto de encuentro, pero sólo para no obtener respuesta nuevamente y, como no tenía el sombrero, no podía bajar a ver qué le había pasado al viejo Koo. Finalmente se tranquilizó, pensando que, o bien el pobre hombre, pez, hombre-pez —o lo que fuera que fuese— había muerto, o trasladado su hogar a otra parte.




Koomara, el murrughach

[i] Entre los duendes del mar, quizás el más nombrado es el murrughach o moruagh (término gaélico que se ha anglicanizado como merrow), palabra que deriva del gaélico muir = mar. Existen varones y mujeres y, mientras los varones poseen un solo diente verde, el pelo de igual color y una exagerada nariz roja (atribuida a los toneles de whisky de malta que recogen de los naufragios), las mujeres son bellísimas, muy semejantes a las sirenas mediterráneas, con largas cabelleras rubias, voz seductora y brillante cola de pez.