Hoy aprovecho para traerles un
cuento celta, el cual transcurre a orillas del mar.
Un Pescador llamado Jack
Dogherty entablará amistad con un hombre pez que en la mitología celta es
conocido por el nombre de murrughach o merrow.
Los Merrow son unas criaturas marinas con características
semi-humanoides pertenecientes al folklore de Irlanda.
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Pirograbado
(Ilustración original de Alan Lee)
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Al contrario de las
sirenas y tritones, muchos de los merrows son caracterizados como seres de una
apariencia que mezcla características del elemento acuático en su cuerpo (que
ya de por si es mezcla de pez y humano). Estos elementos pueden ser desde algas
que salen de las extremidades, pelo de color verde con musgo, he incluso
incrustaciones de caracoles y conchas marinas en el cuerpo, muy al estilo de
los tripulantes del holandés errante de la película "Los piratas del Caribe".
Estos personajes son considerados en Irlanda como seres no muy
amigable hacia el ser humano, los cuales generan desconfianza por sus horribles
apariencias y además por ser conocidos por traer desgracia a los seres humanos
que osan acercárseles.
Otra característica que está presente en el cuento que les
mostraré a continuación es el hecho de que muchos de estos seres cuentan en sus
leyendas con ropajes especiales que les ayudan a trasladarse como por arte de
magia hacia cualquier lugar del océano, ir en contra de la corriente es muy
sencillo con estas prendas mágicas que muchos humanos codician por sus
peculiares cualidades.
Este cuento es uno de mis favoritos por que narra un tema que
según mi opinión es muy importante a nivel simbólico: La amistad, el deber y la
fidelidad para con los antepasados. Jack en un momento determinado se verá
obligado a elegir entre hacer el bien, a costa de desatar el enojo de su muy
querido amigo marino...
Bueno
sin más preámbulos, les presento:
Jack Dogherty vivía al pie
de los acantilados de Ballyvaghan, en el condado de Clare, Irlanda. Jack, un
pescador como lo habían sido su padre, su abuelo y diez generaciones
anteriores, vivía, al igual que ellos, completamente solo con su mujer, y en el
mismo lugar y la misma casa que habían habitado sus antepasados. La gente a
menudo se preguntaba por qué la familia Dogherty era tan aficionada a vivir en
condiciones tan inhóspitas, apartadas de la humanidad, entre rocas
despedazadas, sin otra perspectiva que el inmenso pero siempre mutable océano.
Lo que los demás no sabían era que ellos tenían muy buenos motivos para
hacerlo.
El lugar era, por alguna razón
desconocida, el único paraje costero de aquella comarca a donde nadie más se
había atrevido a ir a vivir. En esa región, los pétreos acantilados formaban
pequeñas bahías protegidas de las tempestades, donde una barca de escaso porte
podía encontrar un excelente refugio contra los rigores del clima. Pues bien,
en lo alto de la cala de Dunbeg Bay, sobre una saliente de rocas que se
prolongaba hasta hundirse en el mar, los Dogherty habían asentado sólidamente
su casa, y siempre que el Atlántico, tal como solía hacerlo con frecuencia en
los duros inviernos del norte, desencadenaba violentamente su furia contra la
costa, desde sus ventanas ellos podían observar los barcos que regresaban muy
cargados de las Indias y que, al verse obligados por los vientos a pasar cerca
de aquella costa, se destrozaban irremediablemente contra los traicioneros
escollos semisumergidos.
Y entonces, las pacas de algodón y
tabaco, las pipas de vino, los barriles de ron, los toneles de brandy y los
cuñetes de encurtidos y aceitunas iban a parar ineludiblemente a la costa, por
lo que Dunbeg Bay era para los Dogherty algo así como un pequeño feudo, con una
provisión inagotable de alimentos y delicadezas gastronómicas que no muchos
podían disfrutar por los alrededores.
Sin embargo, los Dogherty eran
también caritativos y humanos con los marineros en desgracia; y ciertamente,
fueron muchas las veces en que Jack sacó su pequeño bote, con riesgo de su
propia vida, para ayudar a los ocupantes de algún navío que había naufragado.
Pero cuando un barco se hacía pedazos y toda su tripulación se perdía, ¿quién
podía culpar a Jack de recoger todo lo que encontrara?
—¿Y a quién perjudico yo con esto?
—decía—. Por lo que al rey respecta, ¡que Dios lo lleve siempre de su mano!;
todo el mundo sabe que ya es suficientemente rico sin necesidad de yo le
entregue lo que recojo del mar.
Pero no piensen que Jack, a pesar
de ser un ermitaño por su forma de vida, no era un hombre sociable y gentil;
más aún, fue esa amabilidad y dulzura de su carácter, y no otra cosa, lo único
que pudo convencer a Biddy Mahony de abandonar la cálida y confortable casa
paterna, en la ciudad de Inis, en el condado de Limmerick, para ir a enterrarse
entre las rocas, a tantas millas de distancia, con las focas y gaviotas como
únicas "vecinas".
Sin embargo, Biddy sabía que Jack
era el hombre perfecto para cualquier mujer que deseara vivir feliz y cómoda;
porque, sin mencionar el pescado que él mismo pescaba, la casa de Jack, con
todos aquellos "regalos del cielo" que llegaban a la bahía, estaba
mejor abastecida que la mitad de todas las mansiones nobles de la región. Y
ella sabía que había acertado en su elección, porque ninguna mujer podía comer,
beber y dormir mejor que lo que ella lo hacía, ni mostrar una apariencia tan
digna y saludable en los servicios dominicales de la iglesia, como la señora
Dogherty.
Como puede suponerse, fueron muchas
las escenas extrañas que Jack pudo contemplar; y muchos los sonidos insólitos
que pudo escuchar a lo largo de aquella vida junto al acantilado, pero nunca se
dejó intimidar por lo que percibía. Más aún, estaba tan lejos de tener miedo a
las sirenas, murrughachs o cualquier otro
de los "seres pequeños", que el más grande deseo de su corazón era,
sin lugar a dudas, encontrarse con uno de ellos. Jack siempre había oído decir
a su padre y a su abuelo que allí los había en cantidad y que, a pesar de ser
tan grandes como los hombres y mucho más fuertes, los encuentros con los merrows,
como los llamaban algunos, siempre traían aparejado algún beneficio. Para
su descontento, Jack nunca había podido ver, ni siquiera vagamente, a los murrughachs
deslizándose sobre la espuma de las olas, envueltos en sus vestidos de
bruma, a pesar de que muchas veces los buscara con afán; ¿en cuántas ocasiones
lo había regañado Biddy por pasarse el día entero en el mar y haber regresado
sin siquiera un pez? ¡ Poco podía imaginarse la pobre Biddy tras qué clase de
pez andaba realmente su Jack!
Para Jack resultaba extremadamente
irritante que, aun viviendo en un lugar donde los murrughachs abundaban
como las gaviotas, nunca hubiera podido ver ni siquiera la sombra de uno. Pero
lo que más le molestaba, en realidad, era que tanto su padre como su abuelo los
habían visto en incontables ocasiones, y hasta recordaba que, siendo todavía un
niño, había oído cómo uno de sus ancestros, el primer Dogherty de la familia en
asentarse junto a la bahía, había intimado tanto con un murrughach que,
si no hubiese temido indignar al cura, seguramente lo habría adoptado como a un
hijo más. Aunque Jack, a pesar de creer en casi todas las leyendas familiares,
tenía una marcada propensión a dudar de ésta en particular.
Finalmente, la fortuna creyó que ya
era hora de que Jack conociera aquello que su padre, su abuelo y tantos otros
antepasados habían conocido y que a él le había sido negado aún. De modo
que, un día que Jack se había alejado un poco más que de costumbre a lo largo
de la costa, en dirección norte, al llegar a unos riscos más allá de los cuales
pensaba echar sus redes, vio algo que, sin parecerse a nada que él hubiera
visto anteriormente, se posaba sobre una roca que se encontraba algo apartada
de la orilla. Por lo que pudo apreciar desde la distancia, su cuerpo era verde
y, de no ser una cosa imposible, hubiera jurado que sostenía en la mano un
sombrero de tres picos. Jack permaneció allí durante más de media hora,
forzando la vista y maravillándose ante la visión, sin que aquel ser moviera
una mano ni un pie en todo ese tiempo.
Al fin la paciencia de Jack se
agotó, y éste lanzó un fuerte silbido, inmediatamente seguido por un grito de
saludo, con lo que el murrughach, sobresaltado, se calzó el sombrero de
tres picos y en un solo movimiento se arrojó de cabeza al agua.
Jack sintió que la excitación le
corría por las venas como un ruego fatuo, y dirigió sus pasos hacia el risco en
que había visto al ser; pero no logró percibir ningún rastro del misterioso y
anfibio caballero del sombrero, por lo que, dando vueltas y más vueltas al
asunto dentro de su cabeza, comenzó a creer que simplemente había estado
soñando despierto.
Sin embargo, un día tormentoso en
el que el mar golpeaba furiosamente contra los acantilados, impidiéndole salir
a pescar, Jack Dogherty decidió ir a echar una ojeada a la que él llamaba ya roca
del murrughach, pensando que hasta ese momento siempre había escogido días
tranquilos y que, quizás, aquel ser podía preferir un clima más turbulento para
sus andanzas. ¡Y cuál no sería su sorpresa al acercarse y ver a la extraña
criatura haciendo piruetas encima de la roca, para luego sumergirse, subir otra
vez de un salto y zambullirse nuevamente en el mar!
Jack no cabía en sí de la alegría;
de allí en más, sólo tenía que escoger el tiempo apropiado (es decir, que fuera
un día bien agitado), y podría ver al hombre del mar tantas veces como se le
antojara. Todo esto, sin embargo, ya no le parecía suficiente, y se dijo a sí
mismo:
—No puedo conformarme con sólo
haberlo visto; tengo que lograr acercarme más a él —y desde ese momento sólo
podía pensar en entrar en contacto con el murrughach, cosa que,
finalmente, pudo lograr algún tiempo después.
Hasta que un día terriblemente
borrascoso, mientras Jack se dirigía hacia el punto desde donde solía observar
la roca del murrughach, la tormenta se desencadenó con tanta violencia
que obligó a Jack a buscar abrigo en una de las numerosas cuevas existentes a
lo largo de la costa; y allí, para su total deleite, encontró sentado en una
roca a un ser de pelo verde, un único diente del mismo color, desmesuradamente
largo, una insólita nariz roja y ojos pequeños y porcinos. Tenía cola de pez,
las piernas y el torso cubiertos de escamas, y sus brazos eran cortos como
aletas, con los dedos unidos por una membrana. No tenía ropas, pero sostenía el
tricornio bajo su brazo y parecía estar sumido en una profunda meditación.
Reuniendo con gran esfuerzo todo su
valor, ya que estaba algo más que asustado, Jack pensó: "Ahora o
nunca"; se acercó al pensativo hombre-pez y, quitándose el sombrero, hizo
uso de su mejor reverencia, al tiempo que decía:
—Para serviros, señor, en lo que
gustéis mandar.
—Para servirte atentamente, Jack
Dogherty—, contestó el murrughach.
—¡Creedme que me sorprende que
conozcáis mi nombre, señor!—, exclamó Jack.
—¿Cómo no iba a conocer tu
nombre, Jack Dogherty? ¡Yo conocía a tu abuelo Cougar mucho antes que se casara
con Judy Regan, tu abuela, y lo mismo a tu bisabuelo y tu tatarabuelo! Sin
embargo, debo decirte que al que más aprecié fue a tu abuelo; fue un hombre de
gran valía, tanto durante su juventud como en la vejez; jamás encontré a nadie,
en ningún lugar del mundo, ni antes ni después de su partida, que pudiera beber
como él de una caracola de brandy. Espero, querido muchacho —dijo aquel viejo
ser con un alegre centelleo en los ojos—, que seas un nieto merecedor de su
herencia.
—No temáis por eso —bromeó Jack—,
si mi madre me hubiera criado a base de brandy, ¡os aseguro que todavía sería
un niño de pecho!
—Bien, me gusta oírte hablar como
un hombre; tú y yo deberíamos conocernos más, aunque tan sólo sea por la
memoria de tu abuelo. ¡Pero tu padre, Jack, era otra cosa! El no tenía cabeza.
—Estoy seguro —dijo Jack— de que,
dado que vives debajo de estas aguas
heladas, debes de tener necesidad de beber bastante para mantenerte caliente en
un lugar tan húmedo, frío y cruel... Bueno, cuando un hombre bebe mucho, se
dice que "ese cristiano toma como un pez"; pero ¿podría preguntarte
de dónde es que sacan ustedes el licor?
—¿De dónde lo sacas tú, Jack? —dijo
el murrughach, retorciéndose la nariz con sus dedos índice y pulgar.
—¡Caray! —exclamó Jack—, ya puedo
imaginarme la respuesta; apuesto a que tienen una hermosa bodega allá abajo,
donde lo guardan.
—Déjate de bodegas —dijo el murrughach,
guiñando su ojo izquierdo en un gesto de complicidad.
—Estoy seguro —continuó Jack— de
que debe de ser algo digno de verse, sin lugar a dudas.
—Puedes apostar a ello, Jack —dijo
el murrughach—, y si vienes aquí a la misma hora, el próximo lunes,
hablaremos algo más sobre este asunto.
El murrughach y Jack se
despidieron como si se tratara de dos amigos de la infancia, y el lunes
siguiente se volvieron a encontrar, y a Jack lo sorprendió ver esta vez que el murrughach
llevaba dos sombreros, uno debajo de cada brazo.
—Perdona mi atrevimiento —dijo
Jack—, pero, ¿por qué llevas dos sombreros? Dudo mucho que sea para regalarme
uno de ellos, ¿o sí?
—No, no, Jack —dijo él—, no consigo
estos sombreros tan fácilmente como para andar obsequiándolos a troche y moche;
pero quiero que vengas a comer conmigo, y traje un sombrero de más para que
bajes con él.
—¡Dios me ampare y me bendiga!
—exclamó Jack, asombrado—. ¿Quieres que yo baje hasta los abismos de ese frío
océano? ¡Pero si me asfixiaría y moriría a los pocos minutos de sumergirme! ¿Y
entonces qué le pasaría y, sobre todo, que diría, la pobre de Biddy?
—¿Y a ti qué te importa lo que ella
diga? ¿Quién puede preocuparse por los rezongos de una mujer? Tu abuelo nunca
habría contestado de esa forma. Muchísimas veces se colocó este mismo sombrero
sobre su cabeza y se zambulló sin hesitación detrás de mí; como tampoco fueron
pocos los exquisitos banquetes y las caracolas llenas de brandy que él y yo
degustamos juntos allí abajo, en las profundidades.
—¿Entonces es cierto?, ¿no será
algún tipo de broma pesada? —preguntó Jack, algo avergonzado—. Bueno, de ser
así, ¡se me caería la cara de vergüenza si no demostrara tener las mismas
agallas y el coraje de mi abuelo! Así que allá voy; ¡y espero que no estés
engañándome, porque voy a jugarme a todo o nada! —exclamó Jack.
—Creo que ahora estoy empezando a
ver algo de tu abuelo en ti —dijo en tono socarrón el anciano murrughach—. Y
ahora no perdamos más el tiempo, y haz lo que yo haga.
Abandonaron la cueva para
adentrarse en el mar, nadando un trecho hasta llegar a una roca cubierta de
algas. Jack tuvo que esforzarse para trepar hasta la cima, siguiendo los pasos
del merrow. El lado posterior del islote era tan recto como el más
perfecto de los muros, y por debajo, el mar era, a su vez, del azul oscuro que
sólo tienen las grandes profundidades, a tal punto que Jack por poco desiste de
su aventura.
—Ahora, Jack —dijo el murrughach—,
simplemente, ponte el sombrero, aférrate de mi cola, procura mantener los
ojos abiertos, y te aseguro que te gustará ver lo que verás si me sigues de
cerca.
Y tan pronto como terminó de decir
esto, la criatura se lanzó hacia las aguas, seguida por el valeroso Jack. Y así
se sumergieron y sumergieron, cada vez a mayor profundidad, a tal punto que
Jack creyó que nunca iban a detenerse. Muchas veces deseó estar en su casa,
sentado con Biddy junto al fuego, pero pronto comprendió que de poco le
serviría desear nada en ese momento, mientras se encontrase, por lo que
parecía, a muchas millas bajo la superficie del océano Atlántico.
Todos los esfuerzos de Jack se
concentraban en permanecer aferrado con desesperación a la cola del murrughach,
a pesar de lo resbaladiza que era; y entonces, para su total sorpresa,
salieron del agua y se encontraron sobre tierra firme, aunque sin haber
abandonado el fondo mismo del mar. Cuando Jack miró a su alrededor, asombrado,
se encontró frente a una hermosa casa techada con nacaradas ostras dispuestas a
modo de tejas, y el murrughach giró sobre sus pies para dar a Jack la
bienvenida.
Jack quiso agradecerle su
recepción, pero las palabras no salieron de su boca, por un lado, por
encontrarse atónito por la emoción y, por otro, por haber perdido el aliento
debido a su odisea a través del mar. Miró a su alrededor, pero no pudo divisar
a ningún otro ser viviente aparte de los cangrejos y las langostas que, en gran
cantidad, se paseaban indiferentes a lo largo y lo ancho de la playa. Justo por
encima de sus cabezas, estaba el mar, como un firmamento, y los peces se
paseaban por él como los pájaros se pasean por el cielo.
—¿Por qué no dices palabra, hombre?
—dijo el murrughach—. Cualquiera diría que no tenías ni la más mínima
idea de que podría existir un refugio tan acogedor aquí, ¿eh? ¡Tampoco pareces
asfixiado o ahogado, como temías! ¿O acaso estarás preocupado por Biddy?
—¿Eh? ¡Oh, no, no, qué va! —dijo
Jack, haciendo una mueca de placer que dejaba ver sus dientes—; pero a
cualquier persona del mundo de afuera que se le hubiera ocurrido siquiera decir
que se podría ver algo semejante, la hubieran tratado de loca.
—Bueno, basta por ahora; ven
conmigo y veamos qué exquisiteces han preparado para nosotros.
Jack estaba realmente hambriento, y
su sorpresa no fue menor cuando por la chimenea vio dibujarse una delgada
columna de humo, a modo de preámbulo para lo que esperaba adentro. Siguió al murrughach
al interior de la casa, donde pudo ver una enorme y bien equipada cocina.
No faltaban en ella un elegante aparador y una enorme cantidad de ollas y
cacerolas, y Jack pudo ver a dos jóvenes murrughachs cocinando.
Siempre guiado por su anfitrión,
Jack pasó de largo junto a ellos, y entró en el comedor, el cual, en contraste
con la estancia anterior, estaba muy pobremente amueblado. El salón era
bastante amplio, pero no había en él mesas ni sillas para sentarse, sino tan
sólo algunos troncos y tablones de madera. Sin embargo, para regocijo de Jack,
había un buen fuego ardiendo en el hogar.
—Ven, Jack, tengo que enseñarte el
lugar en donde guardo tú ya sabes qué —dijo el murrughach dirigiendo una
mirada cómplice a su huésped, mientras abría una pequeña puerta y descubría una
increíble bodega, llena de barriles, cuñetes y toneles.
—¿Qué te parece, Jack Dogherty?
¿Eh? ¿Acaso sigues creyendo que no se puede vivir confortablemente debajo del
agua?
—Nunca lo puse en duda —dijo Jack
con un chasquido de labios cómplice, señal de que estaba realmente convencido
de lo que decía.
Volvieron al comedor justo a tiempo
para encontrar la comida servida. No había mantel alguno, lo cual era de
esperarse, pero ¿realmente importaba? Ni siquiera Jack tenía uno en la mesa
siempre. La comida no habría desacreditado a la mejor casa del país de Erín
después de un día de ayuno de Cuaresma. La mesa era un completísimo muestrario
de lo más selecto que el mar puede entregar: róbalos, esturiones, langostas,
lenguados, ostras y unas veinte especies más, junto al más fino surtido
existente de licores extranjeros, ya que los vinos, según explicó más tarde el merrow,
eran demasiado livianos para su gusto.
Jack comió y bebió hasta el
hartazgo, y entonces, al tiempo que tomaba una caracola de brandy, dijo:
—A tu salud, señor; aunque, si
perdonas mi impertinencia, es algo inapropiado que, en lo que llevamos
tratándonos, aún no conozca tu nombre.
—¿Sabes, Jack? Creo que tienes
razón —respondió él—, no me había acordado de ello antes, pero siempre es mejor
tarde que nunca ¿verdad? Mi nombre es Koomara.
—Y un hermoso nombre es, sin lugar
a dudas —dijo Jack, al tiempo que tomaba otra caracola—. A tu salud, entonces,
Koomara. ¡y que vivas los próximos cincuenta años!
—¡Cincuenta años! —repitió
Koomara—. ¡Desde luego que te lo agradezco! Si hubieras dicho quinientos, sin
embargo, habría sido algo que valdría más la pena.
—¡Por todos los cielos! —exclamó
asombrado Jack—. ¡Por lo que veo, alcanzan unas edades increíbles aquí debajo
de las aguas! Tú conociste a mi abuelo, que ha estado muerto desde hace ya más
de sesenta años. Este debe de ser un lugar muy saludable para vivir, sin lugar
a dudas.
—En efecto, así es; pero, ánimo,
Jack, no dejes que ese delicioso licor se te avinagre.
Vaciaron caracola tras caracola, y
para su total sorpresa, Jack observó que en ningún momento la bebida se le
subía a la cabeza, debido, según supuso, al hecho de encontrarse por debajo del
mar, lo que mantenía su mente despejada.
El viejo Koomara, por el contrario,
se sintió bastante alegre y entonó algunas canciones, pero Jack, aunque su vida
hubiera dependido de ello, nunca fue capaz de recordar más que esto:
—¡Rum fun boodle boo,
Ripple dipple nitty dob;
Dumdoo doodle coo,
Raffle taffle chittiboo!
Ese era el estribillo de tan sólo
una de ellas; y, a decir verdad, nadie rué capaz de encontrarle sentido
alguno; aunque éste, seguramente, es el caso de la mayoría de las canciones de
hoy en día.
En un momento dado, el anfitrión le
dijo a Jack:
—Ahora, mi querido amigo, si me
concedes el honor de seguirme, te mostraré mis "curiosidades".
Abrió una pequeña puerta y condujo
a Jack hacia el interior de una gran cámara, en donde pudo ver una gran
cantidad de curiosidades y objetos varios que Koomara había ido recogiendo
durante sus numerosas expediciones. Sin embargo, lo que más llamó la atención
de Jack fueron unas cosas parecidas a tarros de langostas, que yacían en el
suelo, alineadas a lo largo de la pared.
—¿Y, Jack, ¿qué te parecen mis
"curiosidades"? —dijo el viejo Koomara.
—Por Dios, señor —dijo Jack—, en
verdad que vale la pena verlas; pero, ¿me permitirías la osadía de preguntarte
qué son esas cosas que parecen tarros de langostas?
—¡Ah!, te refieres a mis
"jaulas de almas", ¿no?
—¿Las qué?
—Esas cosas en donde guardo las
almas.
—¿Qué almas? —dijo Jack que no
podía terminar de creer lo que acababa de oír—. ¿Es que acaso los peces tienen
almas?
—¡Oh, no! —contestó Koomara, con un
dejo de indiferencia en la voz—; de eso no tienen; éstas son las almas de
marineros ahogados.
—¡Que el señor nos proteja de todo
mal! —murmuró Jack, absolutamente sorprendido—. ¿Cómo demonios las has
conseguido?
—A decir verdad, es bastante fácil;
tan sólo tengo que esperar a que se avecina una tormenta, colocar un par de
docenas de ellas por aquí y allá, y entonces, cuando los pobres marineros
mueren ahogados y sus almas abandonan sus cuerpos y se encuentran bajo las
aguas, al no estar acostumbradas al frío y ser tan frágiles, corren también un
gran riesgo de morirse; así que se meten en mis jaulas para buscar cobijo, y
como ahí dentro están tan cómodas y calentitas, entonces yo las traigo aquí a
casa, donde ellas tienen un excelente refugio ¿A ellas no les parecería así?
Jack estaba completamente pasmado,
al punto de no saber qué decir, por lo que no dijo absolutamente nada.
Volvieron al comedor y bebieron más del excelente brandy, y luego, debido a que
Jack presentía que estaba empezando a hacerse tarde y que Biddy podría comenzar
a inquietarse, se levantó y expresó sus deseos de volver a tierra firme.
—Como desees, Jack —le dijo Koomara
—; pero bebe un último trago antes de partir; te ayudará con tu fría travesía.
Debido a sus buenas maneras, a Jack
le era imposible rechazar aquel último vaso de despedida.
—Me pregunto —comentó— si podré
recordar el camino de vuelta a mi casa.
—No debes preocuparte por ello
—replicó su anfitrión—, ya que yo te mostraré el camino.
Salieron de la casa, y Koomara tomó
uno de aquellos extraños sombreros, poniéndolo en la cabeza de Jack, pero con
los picos apuntando en dirección contraria a la vez anterior, para luego
elevarlo por sobre sus hombros, tirando de él en dirección de las aguas.
—Pronto —dijo, al mismo tiempo que
le daba impulso— vas a aparecer exactamente en el mismo lugar en el que nos
sumergimos; ah, y no te olvides de devolverme el sombrero; recuerda que son
costosos —dijo Koomara en tono de broma.
Al tiempo que decía esto, se separó
de Jack con una leve inclinación, causando que éste saliera disparado a través
de las aguas, a modo de burbuja, hasta que finalmente llegó a la piedra desde
la cual habían saltado; allí se sacó el sombrero y lo arrojó al agua, donde se
hundió como si de una pesada piedra se tratase.
Jack arribó justo a tiempo para ver
una hermosa puesta de sol en la apacible tarde de verano. En poco tiempo se
podría ver en aquel bello cielo a Feascor mientras titilara vagamente en el
firmamento sin una sola nube, como la solitaria estrella que era. También se
podrían ver las olas del Atlántico mientras reflejaran la luz de las estrellas,
brillando como una inundación dorada.
En ese momento, Jack se dio cuenta
de qué tan tarde era y emprendió el viaje de vuelta a su casa; pero no contó ni
una palabra a Biddy de cómo ni dónde había pasado el día.
Aquellas pobres almas, encerradas
en tarros para langostas, eran motivo más que suficiente de preocupación para
Jack, que pasó largo rato pensando en algún plan para liberarlas. Lo primero
que le vino a la mente era hablar del asunto con el cura, pero ¿qué podría
hacer el cura?, ¿qué le podría importar a Koomara lo que dijera o hiciera el
cura? Aparte de eso, parecía un buen tipo, a quien no se le ocurría pensar que
estuviera haciendo algún daño. También Jack pensó en sí mismo, y no consideró
bueno para su reputación que la gente anduviera diciendo por ahí que él andaba
comiendo con murrughachs. Finalmente ideó un plan: invitaría a Koomara a
comer, devolviendo su invitación, y, si es que eso era posible, lo
emborracharía para apoderarse de su sombrero y dirigirse hacia el fondo del
océano para auxiliar a esas pobres almas. Pero, por sobre todo, era
absolutamente necesario mantener alejada a Biddy de todo aquello, porque ella,
al fin y al cabo, era una mujer, y Jack era lo bastante prudente como para
mantener el asunto en secreto incluso ante ella.
Siguiendo cuidadosamente su plan y
en un rapto de piedad, Jack le comentó a Biddy que él había pensado que sería
bueno para sus almas que ella realizara su visita anual al pozo de Saint John,
en las cercanías de Inis. Afortunadamente, Biddy pensó lo mismo, y una mañana
partió, no antes de dar a Jack estrictas instrucciones sobre la vigilancia de
la casa. Por fin, sin "ningún moro en la costa", Jack se dirigió
hacia la roca para llamar a Koomara con la señal que habían prefijado: Jack
debía lanzar una piedra de gran tamaño al agua. Inmediatamente después de
hacerlo, apareció Koomara, que saludó a Jack —¡Hola, Jack! ¿en qué te puedo
ayudar?
—En nada de lo que haya que hablar
mucho, en realidad —contestó éste—; tan sólo venía a ver si querrías comer
conmigo, ya que aún te debo la invitación.
—A decir verdad es una proposición
agradable, Jack, te lo garantizo. ¿A qué hora te parece bien?
—A la hora que te sea más
conveniente. Digamos... ¿qué tal a la una? Si vienes a esa hora luego puedes
regresar a tu casa con la luz del día.
—Allí estaré, no te preocupes —dijo
Koomara y volvió a sumergirse.
Jack volvió a su casa para preparar
una substanciosa comida a base de pescados e hizo buen uso de sus mejores
licores extranjeros. A decir verdad, era cantidad suficiente de alcohol para
emborrachar a veinte hombres. Puntualmente a la una, apareció Koomara con su
clásico sombrero de tres picos debajo del brazo. La comida ya estaba servida,
por lo que se sentaron a la mesa para disfrutarla. Bebieron y comieron en
abundancia, y Jack, pensando en esas pobres almas encerradas allí abajo, no
escatimó brandy, mientras animaba a Koomara a cantar, esperando el momento en
que éste cayera dormido al suelo. Lo que el pobre Jack había olvidado era que
en esta ocasión no se encontraban bajo las aguas, con lo que el brandy se le
subió a la cabeza y le hizo efecto; entonces Koomara se retiró, dejando a su
anfitrión durmiendo como un bebito.
Jack despertó a la mañana
siguiente, sintiéndose inmensamente triste.
—No tiene sentido intentar
emborrachar a ese viejo jaranero —se dijo Jack—. Entonces, ¿como haré para
liberar a esas pobres almas de sus jaulas?
Finalmente, luego de haber estado
pensando todo el día, una idea le vino a la cabeza.
—¡Lo tengo! —se dijo mientras se
golpeaba la rodilla, en un gesto de satisfacción—. Estoy seguro de que Koomara,
por más viejo que sea, nunca ha probado ni una gota de pateen. ¡Eso sí
que lo va a dejar fuera de combate! Por lo tanto, mejor aprovecho mañana mismo,
antes de que Biddy regrese a casa, y le hago otra propuesta.
Jack volvió a invitar a Koomara, y
éste se rió de lo cabezadura que era aquél, al mismo tiempo que le decía que
nunca llegaría a igualar a su abuelo en lo que a beber se trataba.
—Al menos, dame otra oportunidad
—pidió Jack—, ¡así podré ver cómo te emborrachas, y luego te recuperas, tan
sólo para volver a emborracharte!
—Eso lo veremos, mi querido Jack
—dijo Koomara, a modo de despedida.
En esta ocasión, Jack se cuidó de
guardar su propio licor mientras daba al murrughach el brandy más fuerte
que tenía, para finalmente preguntarle:
—Koo, ¿has probado alguna vez el pateen,
el auténtico rocío de montaña?
—No —contestó éste, sorprendido—.
¿Qué es eso y de dónde viene?
—Oh, lo siento, eso es un secreto
—dijo Jack—, pero es el mejor licor de su género. Si no es veinte veces mejor
que el ron o el brandy, puedes dejar de creerme de ahora en más. El
hermano de Biddy acaba de enviarme unas cuantas gotas a cambio de un poco de
brandy, y corno tú eres un viejo amigo de la familia, he decidido guardarlo
para esta ocasión.
—Bien, entonces veamos de qué es
capaz eso —dijo Koomara con un brillo en sus ojos.
El pateen era de los mejores
y tenía el deje apropiado. A Koomara le encantó, a tal punto que bebió y cantó "Rum
bum boodleboo" una y otra vez, rió y dio vueltas hasta que finalmente
cayó dormido como una piedra. En ese momento Jack, que se había preocupado por
mantenerse sobrio, tomó "prestado" el sombrero de aquél, fue hacia la
roca y se arrojó, y pronto estuvo en la morada del murrughach.
Todo estaba rodeado de la más
absoluta de las tranquilidades; no había ningún otro murrughach a la vista,
ni joven ni viejo. Entró sigilosamente y buscó los tarros hasta encontrarlos.
Una vez allí, los dio vuelta, pero no pudo ver nada, tan sólo pudo oír un suave
silbido o gorjeo cada vez que levantaba uno de ellos. Jack estaba
extremadamente sorprendido, pero recordó que una vez el cura le había dicho que
ningún ser vivo podía ver el alma, algo así como lo que pasaba con el aire o el
viento. Luego de hacer todo lo que pudo por ellas, colocó los tarros de vuelta
en su posición original, y elevó una plegaria para que esas pobres almas
llegaran lo más pronto posible a donde quiera que vayan las almas.
Hecho esto, Jack se calzó el
sombrero como correspondía esta vez, o sea, con los picos invertidos, pero
cuando salió, se dio cuenta de que el agua estaba muy por encima de su cabeza
como para llegar saltando, y ahora no tenía a Koomara para darle el empujón,
por lo que se puso a buscar a ver si hallaba una escalera, pero no halló
ninguna, ni tampoco alguna roca que le pudiera facilitar su tarea. Por fin
divisó un sitio donde el mar "colgaba" un poco más bajo de lo
habitual, y decidió probar suerte en aquel lugar. Una vez allí, vio un bacalao
que se paró justo al lado de él. Jack le tomó la cola de un salto, por lo que
el pez, asustado, dio un tirón e impulsó a aquél hacia arriba.
En el preciso instante en el que el
sombrero tocó el agua, Jack salió disparado hacia arriba como un corcho de
botella, arrastrando detrás de él al pobre bacalao, ya que había olvidado
soltarlo. Llegó a la roca en cuestión de segundos, y salió de prisa hacia la
casa, feliz por el bien que había hecho.
En ese mismo momento, otra serie de
sucesos se desataban en la casa de Jack, debido a que ni bien éste había
marchado a cumplir con su misión de liberar a las almas, Biddy estaba
regresando al hogar, en el pozo. Cuando llegó, entró en la casa y, viendo el
desorden, exclamó:
—Parece que voy a tener bastante
trabajo por aquí. ¡Ese canalla de Jack! ¿quién me mandaría a casarme con él?
Seguro que, mientras yo estaba rezando por su alma, él trajo alguno de sus
amigos borrachos y han estado bebiéndose todo el pateen que mi hermano
le regaló y todos los otros licores que había en la casa.
En ese momento Biddy bajó la cabeza
y vio al dormido Koomara tendido en el suelo.
—¡Que la Virgen Bendita me proteja!
—gritó aterrorizada—. ¡Finalmente acabó por convertirse en una bestia! No sería
la primera vez que a alguien le pasa luego de beber tanto. ¡Oh, Jack, cariño!,
¿qué voy a hacer contigo? y para peor, ¿qué haría sin ti? ¿Cómo podría una
mujer decente como yo vivir con una bestia?
Lamentándose, Biddy salió corriendo
de la casa, sin saber a dónde ir, cuando oyó la conocida voz de Jack
canturreando una alegre tonada. Asombrada y feliz ya que su marido estaba sano
y salvo, y no convertido en una bestia, fue a su encuentro. En ese momento,
Jack se vio obligado a contarle todo, y Biddy, aunque enfadada por haber sido
engañada, aceptó de buenas ganas el bien que él había hecho por esas almas.
Luego de la pequeña charla,
volvieron a la casa y Jack despertó a Koomara; al ver que éste se encontraba
algo deprimido, le dijo que no se preocupara, que el pateen había hecho
estragos en los hombres mejor preparados, y que todo se debía a su falta de
conocimiento de la bebida; y le recetó que, a modo de medicina, se comiera un
pelo de un perro que lo mordiera. El murrughach, sin embargo, consideró
que ya había tenido bastante. Se levantó algo tambaleante, y sin siquiera
saludar a su anfitrión ni a su esposa, se retiró con la esperanza de poder
refrescarse con un viajecito por el agua salada.
Koomara nunca echó de menos las
almas. El y Jack continuaron siendo los mejores amigos del mundo, y nadie,
jamás, pudo superar a Jack en su liberación de almas del purgatorio; ya que con
el tiempo se había armado de una serie de excusas para ir a la casa bajo el
mar, sin que su amigo se enterase, y liberarlas abriendo las
"jaulas". Le intrigaba el hecho de no poder verlas nunca, pero como
ya sabía que eso era imposible, se resignaba de ese modo.
La relación de Koomara y Jack se
prolongó por algunos años, hasta el día en que Jack fue a las orillas del mar a
dar la señal como de costumbre y no recibir ninguna contestación. Después de
lanzar otra piedra, y otra, y otra, continuó sin obtener respuesta, y regresó a
su casa. A la mañana siguiente volvió al punto de encuentro, pero sólo para no
obtener respuesta nuevamente y, como no tenía el sombrero, no podía bajar a ver
qué le había pasado al viejo Koo. Finalmente se tranquilizó, pensando que, o
bien el pobre hombre, pez, hombre-pez —o lo que fuera que fuese— había muerto,
o trasladado su hogar a otra parte.
[i] Entre los duendes del mar, quizás el más
nombrado es el murrughach o moruagh (término gaélico que se ha
anglicanizado como merrow), palabra que deriva del gaélico muir = mar.
Existen varones y mujeres y, mientras los varones poseen un solo diente verde,
el pelo de igual color y una exagerada nariz roja (atribuida a los toneles de
whisky de malta que recogen de los naufragios), las mujeres son bellísimas, muy
semejantes a las sirenas mediterráneas, con largas cabelleras rubias, voz
seductora y brillante cola de pez.